viernes, 2 de octubre de 2015

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Las hojas de los árboles habían caído con la fíbrica idea de juntarse todas en pequeños montones. Se disponían en rectas imperfectas, casi pidiendo que saltases encima de ellas. Los árboles, que con tanta delicadeza las habían madurado, ahora estaban desnudos antes el frío de las miradas indiferentes. Las hojas no estaban tan solas. Habían encontrado pronto un amigo que las hacía pegar saltitos, dividiendo los montones y volviendo a unirlos. Sus soplidos eran breves, pero intensos. Las nubes de las que venían no parecían contentas y se arremolinaban unas contra otras. Emperifolladas hasta el extremo, con ropas de tonalidades frías que contrastaban con las cálidas hojas.
Las hojas y el viento parecían divertirse con sus juegos acompasados en aquel parque. Solo un ser capaz de unir el contraste entre lo frío y lo cálido de aquel día estaba presente. Yo. Yo conmigo mismo, perdiendo la mirada entre árboles y un columpio. Un columpio de colores espantosamente llamativos que, una vez más, contrastaban con todo lo que allí se veía. Las cadenas que sujetaban el asiento a la estructura eran metálicas y robustas. Esto impedía que el viento jugase en el columpio y se olvidase de las hojas.
Nada en especial pasaba por mi mente en aquel momento. Las imágenes de mis años de infancia me contemplaban congeladas en el tiempo. En aquel columpio conocí a mis tres mejores amigos de aquellos años. Éramos inseparables. Hoy solo tengo el número de teléfono de uno y ni siquiera le llamo. En aquel otro banco di mi primer beso. Necesitaba un beso como aquel para entrar en calor en ese momento. Ni la bufanda, ni el gorro que me había regalado mi abuela eran capaces de acabar con el juego entre el viento y las hojas.
Absorto como estaba ante el resumen de mi vida, no me di cuenta de que un niño se acercaba. Sus pómulos rosados y su gorrito con el pompón colgando fueron la chispa final que encendió mis más gélidas emociones.
-¿Por qué llora señor? Mi papá siempre me dice que llorar es de niños, no de hombres.
Entre suspiros, acerté a responder a aquella tierna criatura que me hablaba.
-Si llorar no es de hombres, prefiero ser un niño.
El chiquillo parecía extrañado. No esperaba una respuesta tan complicada para su inocente mente y, como todos los niños ante algo que no les atañe, se  dio la vuelta y se marchó por donde había venido. Con sus rechonchas piernas en un combate a muerte por mantener el equilibrio. Al poco tiempo los sollozos solo fueron suspiros, y luego manchas rojas en la cara. Había pasado toda una vida en mi mente, pero todo seguía ahí. Las hojas se afanaban por no soltarse del grupo, pero alguna siempre caía ante el ímpetu del viento; el banco de madera enmohecida hacía gala de sus robustas patas negras clavas con firmeza en la arena; el columpio seguía ahí. Invitándome a dejar atrás todo lo que nunca había soñado.
Hasta Cristo para ser puro se sometió al pecado.

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